No importa la vida de cada niño, truncada desde su nacimiento; no importa el dolor de su madre, de su padre, de sus hermanos.
El 28 de diciembre se recuerda a los Santos Inocentes, los protagonistas involuntarios de la tragedia conocida en el mundo como la “Masacre de los Inocentes”: durante el reinado de Herodes el Grande, los Magos llegaron a Jerusalén buscando al "rey de los judíos," recién nacido. Al enterarse del nacimiento del Mesías, Herodes pidió a los Magos que lo informaran sobre su ubicación exacta, fingiendo que él también quería adorarlo, pero en realidad planeando eliminarlo. Sin embargo, los Magos nunca volvieron a él con la información solicitada, avisados en sueños del peligro. El Evangelio según San Mateo continúa la narración de lo que ocurrió después de la "traición" de los Magos al rey:
“Cuando Herodes se dio cuenta de que los Magos se habían burlado de él, se enfureció y mandó matar a todos los niños que estaban en Belén y en toda su región, que tenían dos años o menos, según el tiempo que había aprendido con exactitud de los Magos. Entonces se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías: ‘Se oyó una voz en Rama, llanto y gran lamento: Raquel llora a sus hijos y no quiere ser consolada, porque ya no existen’” (Mateo 2,16-18).
La Masacre de los Inocentes narra la matanza de decenas de niños inocentes, sin culpa y sin rol político, asesinados por la sed de poder de un rey cuya ciega avaricia no conoció límites. Nos cuenta una historia desgraciadamente siempre actual: la historia sangrienta de los equilibrios políticos que, cuando están en manos de personajes llenos de odio hacia cualquier posible obstáculo a sus planes de dominio, aplastan sin remordimientos bajo sus estrategias cientos y miles de vidas inocentes, siendo los civiles –y especialmente los niños– el terrible emblema.
Herodes, para preservar su poder, debe matar “al rey de Judea” que ha nacido y representa una amenaza a su rol hegemónico sobre la región; para hacerlo, no duda en condenar a muerte a todos los niños de su edad, para asegurarse de no dejarlo escapar. No importa la vida de los niños, truncada desde su nacimiento; no importa el dolor de su madre, de su padre, de sus hermanos.
No importa, en el gran plan estratégico que involucra a las mayores potencias internacionales, el llanto de Mohamed Abuel-Qomasan, quien, el 13 de agosto de 2024, fue al registro civil para inscribir a sus dos gemelos recién nacidos, solo para regresar a tiempo y ver la masacre ocurrida sobre su familia entre los escombros de Gaza. No importan los deseos y sueños de los cuatro niños que murieron bajo un ataque aéreo en el campo de refugiados de Deir al-Balah junto a su madre, como no lo hacen los de todos los niños caídos bajo las bombas que impactaron varias escuelas-refugio de la Franja.
En Deir al-Balah, otra niña grita de dolor: Rahab llora por su madre y su hermana, pero nadie escucha su voz, cubierta por los discursos de los líderes internacionales; no se escucha la voz de Adnan, que a los ocho años ha conocido en Tiro el ruido de las bombas y el cristal roto de una casa que explota, ni la de Shireen, que se refugió en Beirut desde Kafra y sigue viendo la oscuridad y el miedo en sus sueños.
Sin embargo, estas pequeñas voces merecen ser escuchadas: los inocentes de nuestro tiempo merecen ser vistos, ser llorados, y ayudarnos con su frágil fuerza a reconocer la esperanza incluso cuando parece tan pequeña que casi no podemos reconocerla. Nosotros, de Pro Terra Sancta, hemos conocido niños tan fuertes que parecen mayores, más grandes que las inmensas tragedias que los rodean cada día: niños que nos han enseñado que la desesperación nunca es una verdadera opción para quienes viven cada día en situaciones tan terribles que parecen, para quienes tienen el privilegio de no conocerlas de primera mano, inconcebibles, imposibles.
Sin embargo, para muchos, son la realidad: la única que conocen, la única que tienen para cultivar sueños, deseos. Para María, jugar en el equipo de fútbol del Terra Sancta College de Alepo no es un increíble acto de coraje y rebeldía, sino que es su vida cotidiana, su forma de vivir sus pasiones y su juventud. Para Layla, aprender a nadar en la piscina del Hogar Niño Dios no es una revolución privada, sino una pequeña conquista personal, al igual que los versos que Rahab compone para procesar su dolor.
Y es precisamente esta naturalidad la que convierte a cada uno de estos niños en un ejemplo de esperanza, cada uno de sus gestos en una verdadera revolución: de esas que nacen desde abajo, sin ser conscientes de su alcance histórico y humano, y por eso profundamente sinceras, poderosas e imparables.