Alepo hoy ya no es un lugar seguro, pero sigue siendo nuestro hogar. Y mientras los días pasan, el anhelo de paz se convierte en un grito silencioso que esperamos, algún día, alguien escuche.”
“Buenas tardes, me llamo Jacob. Les escribo desde la ciudad de Alepo, en el norte de Siria, constantemente golpeada y devastada.” Jacob es un colega que vive y trabaja en Alepo; así comienza una de las actualizaciones que nos ha enviado en estos días.
Esta es la realidad de quienes viven en Alepo: una ciudad atormentada, ensangrentada, “constantemente golpeada y devastada.” Tras trece años de guerra, los combates vuelven a arrojar sobre los habitantes la sombra del miedo y la incertidumbre. Las milicias yihadistas antigubernamentales de Hayat Tahrir al-Sham han tomado el control de la ciudad y continúan expandiéndose.
“El pasado miércoles comenzamos a oír ruidos fuertes provenientes del campo,” relata Anton Bardouk, jefe de nuestra oficina en Alepo. “Principalmente desde la zona occidental de la periferia de Alepo. Día tras día, los sonidos se acercaban más: el viernes comenzamos a recibir noticias de que el gobierno estaba perdiendo el control de la ciudad. Barrio tras barrio, el gobierno y el ejército sirio se retiraban.”
Giacomo Gentile, coordinador de proyectos de la Asociación Pro Terra Sancta, se encuentra actualmente en Siria en un viaje planeado hace tiempo para supervisar las actividades en curso. “Entré en Siria el 30 de noviembre, cruzando la frontera con Líbano en la ruta de Beirut a Damasco. Una vez en Damasco, junto al conductor nos dirigíamos hacia el norte, rumbo a Alepo. Pero pronto nos dimos cuenta de que algo no iba bien. Una cantidad enorme de tanques del gobierno sirio, y también algunos rusos, se dirigían desde el sur, desde Damasco, hacia el norte.”
“En ese momento entendimos que algo estaba ocurriendo y desviamos el rumbo hacia Latakia, donde permanecí dos días,” continúa Giacomo. “Por el contacto intermitente con colegas y amigos, supimos que Alepo había caído en manos de milicias vinculadas a Tahrir al-Sham, junto con grupos kurdos.”
“La gente comenzó a abandonar Alepo de una manera dramática,” dice Anton. “El pasado viernes también partí yo. Era un caos total, la gente estaba presa del pánico. La carretera estaba repleta de miles de coches y personas. Tardamos más de 18 horas en llegar a un valle cristiano en la zona rural occidental de Homs y refugiarnos allí.” Anton recuerda vivamente el mar de coches y personas que bloqueaban la carretera, todos desesperados buscando una vía de escape: “Vi muchos coches, muchas personas, también vehículos policiales, camiones de bomberos y soldados. Parecía que el gobierno había evacuado completamente la ciudad.”
Incluso en Latakia, Giacomo fue testigo de la oleada de desplazados que huían hacia el sur en busca de seguridad. “Desde Latakia comenzamos a ver a muchas familias que escapaban de Alepo, con coches llenos de colchones, maletas y mantas.” Relata que le impactaron las condiciones de quienes huían: “Había decenas de camionetas abiertas, de las que suelen usarse para transportar objetos y materiales de trabajo, llenas de personas: muchísimos niños con abrigos con capucha, gorros, y mantas encima. Viajaban desesperados para huir de Alepo y llegar a zonas más seguras.”
“Ahora hace falta comida.” Las palabras de Anton son tajantes y urgentes al describir la inminente crisis alimentaria que se cierne sobre Alepo y los miles de desplazados. “Casi no queda pan ni combustible; no hubo agua durante tres días, y nadie sabe cuándo podría volver a faltar. Ahora las carreteras están cerradas; nada ni nadie entra o sale de Alepo: ni ayuda, ni recursos, nada.”
La panadería que Pro Terra Sancta y el Colegio Franciscano gestionan en Alepo sigue funcionando, por ahora. “Estuve allí el lunes,” explica Jacob. “Todavía hay grandes reservas de harina que permiten continuar incluso con las carreteras bloqueadas. Es una bendición, porque casi todas las panaderías públicas están cerrando por falta de materia prima. La gente no encuentra pan y tiene miedo.”
“El comedor también ha reanudado su labor,” añade el padre Bahjat Karakach, párroco de Alepo, quien se ha quedado para ayudar a sus conciudadanos. “Logramos distribuir más de mil comidas calientes al día, con la esperanza de poder seguir así. Los precios de los alimentos se han disparado, y muchas personas vienen a nosotros porque no pueden permitirse comprar lo poco que queda.”
La subida de precios, la falta de alimentos y dinero, y la incertidumbre constante han sumido a Alepo en el caos. “La gente está presa del pánico, y nada está claro. Aquí, en el valle cristiano, muchas familias están llegando sin saber dónde quedarse, dónde dormir,” dice Anton. “Incluso una de nuestras colegas tuvo que abandonar su casa porque estaba cerca de la plaza principal de la ciudad. Cuando la plaza fue atacada por un misil, su casa también quedó dañada.”
Esa colega es Binan Kayali, una psicóloga que trabaja en el Centro de Atención Franciscano de Alepo. “Tuve que abandonar mi casa debido a los bombardeos constantes. Las explosiones destrozaron los cristales, las puertas y ventanas de todas las casas en mi zona, y dañaron el Colegio Franciscano de Tierra Santa. Ahora me he trasladado a Azizieh para estar más segura.”
“Los centros de acogida, gracias a Dios, todavía están intactos. Esto se debe a los propios beneficiarios,” explica Binan, “quienes los protegen y los revisan regularmente. Sin embargo, el estado de ánimo de la población es dramático: el pánico, el miedo y la ansiedad dominan la vida cotidiana. Muchos se sienten como prisioneros, incapaces de salir de sus casas. Saben que, si lo hacen, no podrían regresar. Las ganas de vivir se están apagando lentamente, especialmente ante la creciente escasez de alimentos y bienes esenciales.”
El impacto psicológico es más profundo en los niños: “Están viviendo una pérdida profunda de normalidad. Los ruidos ensordecedores de las explosiones, el confinamiento en espacios cerrados y la falta de juego están dejando cicatrices evidentes. El otro día cayó un misil cerca de nosotros, y un niño de seis años, al ver sangre en el suelo, comenzó a gritar: ‘¡Tengo miedo de esa sangre! ¿De quién es? ¿Está muerto?’ Lloraba desesperado, temblando sin poder calmarse.”
Quienes viven en Alepo, o quienes hasta el miércoles pasado la llamaban hogar pero ahora están en algún lugar del campo entre Damasco y Latakia, enfrentan preguntas diarias e incesantes. “Las preguntas no cesan,” dice Binan. “‘¿Cuándo terminará todo esto? ¿A dónde podremos ir?’ Y los niños insisten: ‘¿Cuándo volveremos a la escuela? ¿Cuándo podremos ir al parque o a la casa de mi abuelo?’”
“No hay respuestas,” dice Anton con tristeza. “Le pregunté a una familia refugiada aquí en el valle cristiano por qué eligieron este lugar y si piensan quedarse o ir a otro lado. Me respondieron: ‘No lo sabemos. Realmente no lo sabemos.’”
“Muchos,” añade el padre Bahjat desde Alepo, “siguen preguntándose qué es lo correcto: ¿partir o quedarse? ‘¿Y si pronto se reavivan los combates en la ciudad?’, se preguntan. ‘¿Y si hay bombardeos contra los civiles?’ Son preguntas legítimas a las que nadie puede responder en este momento.”
Binan se despide con una frase cargada de tristeza y esperanza: “Alepo ya no es un lugar seguro, pero sigue siendo nuestro hogar. Y mientras los días pasan, el anhelo de paz se convierte en un grito silencioso que esperamos, algún día, alguien escuche.”