El primer versículo de la Canción de las subidas de David, el canto de los peregrinos, me vuelve una y otra vez a la cabeza mientras espero con entusiasmo el principio de la procesión del Domingo de Ramos: “¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la Casa de Yahvé!” (Sal 122)Estamos todos reunidos en el patio de detrás del santuario franciscano de Betfagé. Somos unos centenares esperando al Custodio de Tierra Santay al Patriarca de Jerusalén. Guiarán la procesión seguidos de los franciscanos, de los clérigos del patriarcado y de toda la inmensa multitud que celebra la fiesta con los scout, chicos y chicas, hombres y mujeres de todas partes de Tierra Santa. Después estamos nosotros, los peregrinos de todo el mundo. Hay ya gente que no se contiene y agita al aire una de las inmensas palmas que repartían a la entrada del patio. Junto a ellas, los ramos de olivo (no de olivos cualquiera). Están cogidos de los numerosos árboles que cubren el monte delante de nosotros, el monte Santo, el monte llamado “de la Salvación”: el Monte de los Olivos. Mientras esperamos miro a mi alrededor y mi mirada se ve atraída por una estatua a la izquierda del patio. Representa a Jesús subiéndose a un burro acompañado por una multitud alegre y por un jolgorio de mantos y de ramos al viento. Me lo imaginé así y hoy es como si lo viera delante de mis ojos. El entusiasmo y la alegría son las mismas. Curioso de ver la estatua, abro mi Guí de Tierra Santa. No sé mucho sobre el santuario de Betfagé, pero querría saberlo todo. Empieza con un fragmento del Evangelio, el de hoy:“Cuando se aproximaron a Jerusalén y llegaron a Betfagé, en el monte de los Olivos, envió Jesús a dos discípulos con este encargo: “Id al pueblo que tenéis enfrente, y enseguida encontraréis un asna atada y un pollino con ella. Desatadlos y traédmelos. Y si alguien os pregunta algo, decid: ‘El Señor los necesita, pero enseguida los devolverá’”. Esto sucedió para que se cumpliese lo dicho por el profeta: Decid a la hija de Sión: He aquí que tu Rey viene a ti, manso y montado en un asna y un pollino, hijo de animal de yugo. Fueron, pues, los discípulos e hicieron como Jesús les había encargado trajeron el asna y el pollino. Luego pusieron sobre ellos sus mantos, y él se sentó encima.” (Mt . 21,1-7) El corazón me palpita rápidamente. Justo en este lugar Jesús subió al asno que lo llevó a la Ciudad Santa el día en el que lo reconocieron como rey, aunque por poco tiempo. “Al contrario de lo que hoy se cree -leo en la guía- el asno tenía la cabalgadura típica de los reyes porque es más estable y fiable del caballo”. Un rey a todos los efectos.Descubro por la guía que en Betfagé se recuerda otro evento importante: el encuentro de Jesús con Marta y María después de la resurrección de Lázaro. Estamos cerca de Betania, la casa de los amigos de Jesús. La memoria de este encuentro y, sobre todo, la de las Palmas es muy antigua. Se remonta al siglo lV d.C., como esta procesión que vamos a empezar y que se llevaba a cabo de la misma manera. La tradición se interrumpió durante el reino de los cruzados para retomarse posteriormente con los franciscanos. “La procesión -leo en una fuente citada por la guía- empieza con el padre custodio. Se le manda subir a un asno para hacer las veces de Cristo…”. Mientras leo, el entusiasmo y los aplausos me devuelven al presente: han llegado el Custodio y el Patriarca. Empieza la procesión. El Patriarca hace una breve invocación pidiendo por la paz en Jerusalén, por Tierra Santa, por Oriente Medio y por sus habitantes. Para ellos este es un momento de gran alegría y de unidad, una ocasión importantísima para rezar por esta terra perennemente martirizada por los conflictos. Me uno a su oración y añado mis intenciones. Después está la bendición de un asno guiado por un chico del lugar. Se bendice a la multitud, las palmas, los olivos y se empieza. Subimos lentamente por el Monte de los Olivos acompañados por los misterios del rosario. Se alteran con cantos y bailes en todos los idiomas. De vez en cuando, entre las personas pasa algún chico y se sube al asno. También eso pertenece a la tradición. Las palmas se ondean al viento y los gritos de alegría se escuchan de fondo. “Paz a Jerusalén” pienso una y otra vez mientras alcanzamos la cima. De repente, a la altura del santuario del Dominus Flevit, en el lado occidental del monte de los Olivos, mis pensamientos se interrumpen por la sublime vista de la Ciudad Santa. ¡Por fin Jerusalén! Un sol cálido besa la cúpula de oro de la mezquita de la roca. De vez en cuando el sol se asoma entre las nubes que corren rápido en el cielo. Hace tiempo allí estaba el templo de Jerusalén en el que Jesús predicó con solo doce años. La muchedumbre que me rodea está alucinada y durante un breve instante se para en silencio antes de explotar en un renovado grito de alegría. No ha terminado todavía. Tenemos que bajar por El Valle del Cedrón para volver a subir hacia la Puerta de los Leones: la enorme entrada a la Ciudad Vieja. El corazón está lleno de alegría y mis pies se aligerado.Ya era para mí un milagro poder tocar los lugares de Jesús y caminar por donde él lo hizo pero esta vista y la alegre muchedumbre y la impresión de haber retrocedido a hace dos mil años son el milagro más grande. Consigo encontrar un espacio entre el gentío y me arrodillo un instante con los ojos llenos de lágrimas, mientras repito en voz alta de nuevo el salmo 122, la canción de los peregrinos: “¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la Casa de Yahvé! ¡Finalmente pisan nuestros pies tus umbrales, Jerusalén!”. Voy corriendo hacia el Valle y después subo de nuevo hasta llegar a la Ciudad de Dios.
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