Nos encontramos en el Cenáculo, en el Monte Sion, en el lugar en el que Jesús consumó la Última Cena con sus discípulos, dejándoles el don de la eucaristía y del sacerdocio, pero también el mandamiento del amor fraterno y el ejemplo de servicio a través del lavatorio de pies.
Es en este lugar en el que Jesús se aparece a los apóstoles en la tarde del día de Pascua. Las puertas cerradas no impiden al Resucitado entrar, y Jesús se manifiesta con palabras, gestos y señales que son importantes para ese pequeño grupo de apóstoles acobardados y todavía en shock por su muerte, pero también para nosotros, casi 2.000 años más tarde.
Las palabras y gestos se unen, y contienen un regalo y una misión de reconciliación: “¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envía, así os envío yo!” Dicho esto, sopló sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; y a quienes no se los perdonéis, les quedarán sin perdonar.”
Jesús da la paz, Jesús da el Espíritu Santo, Jesús confía una misión que es sobre todo misión de reconciliación, de perdón y de paz, para hacernos renacer como humanidad nueva y reconciliada, recreada por el don del Espíritu.
Jesús ofrece también un signo, que ofrecerá de nuevo ocho días después, para ayudar en el camino de fe de Tomás. Y este signo es la herida de los clavos en las manos y en los pies y la marca de la lanza en el costado.
Jesús ha resucitado, ha vencido a la muerte, pero en su cuerpo de resucitado lleva todavía los signos de los clavos y de la lanza; lleva, por tanto —y continuará llevándolo para toda la eternidad—, los signos, las heridas y las llagas que manifiestan hasta dónde llega su amor por nosotros: Hasta la entrega plena y total de sí mismo, hasta morir por nosotros.
Estos signos, estas heridas, estas llagas nos recuerdan que la resurrección no anula la cruz de la historia personal de Jesús, de la de la Iglesia y de la vida de cada uno de nosotros, pero la transfigura, y nos la hace leer con una luz nueva, la de la Pascua.
Desde este lugar tan especial deseo haceros llegar a todos mi felicitación pascual gozosa de parte de los frailes de la Custodia de Tierra Santa.
Que desde este lugar, que es el lugar de las apariciones del Resucitado en la noche de la primera Pascua cristiana y ocho días después, Jesús continúe derramando su Espíritu Santo sobre nosotros, discípulos frágiles, a menudo asustados y con poca fe.
Que desde este lugar la misión de paz, de perdón y de reconciliación confiada por Jesús Resucitado a los Apóstoles, es decir, a la Iglesia, reprenda vigor y se difunda.
Que el Resucitado nos dé la gracia y el coraje de ser hombres y mujeres de paz y de reconciliación, aquí en Tierra Santa pero también en todos los lugares y situaciones donde el pecado lleve violencia y conflicto, incomprensión y división.
Que podamos experimentar, personalmente, esta bienaventuranza, es decir, esta alegría plena e interior, que Jesús Resucitado ha proclamado aquí en respuesta a la difícil profesión de fe de Tomás: “¿Crees porque me has visto? ¡Dichosos los que creen sin haber visto!”
Felices Pascua a todas y a todos y a vuestras familias.