El Vía Crucis comienza entre los ruidos de los niños que están jugando en el patio del colegio árabe de al-Omariyaa. Debajo de los pies de los estudiantes y grupos de peregrinos se esconden las ruinas de una gran fortaleza romana. El edificio imponente y de forma rectangular, que tiene cuatro torres, conocido como Fortaleza Antonia, surgía al noroeste de la actual explanada de las mezquitas, y controlaba el templo de Jerusalén. En el año 70 después de Cristo, la fortaleza y el templo fueron destruidos por los romanos, bajo el mando de Tito. En el año 1500 todo lo que quedaba del edificio fue incluido en el palacio del gobernador turco. A los peregrinos que venían de toda Europa para visitar la Jerusalén terrenal y asegurarse un lugar en el cielo les pareció muy natural identificar a la Fortaleza Antonia y al palacio del gobernador, como la sede del juzgado romano. Aquí se encontraba el alojamiento de Poncio Pilato cuando se trasladaba de su casa de Caesarea para darles órdenes a las tropas y administrar la justicia. Aqúi Jesús fue condenado a muerte, y en este mismo lugar se instaló la primera estación del Vía Crucis.
La segunda estación se encuentra en la capilla de la Condena e Imposición de la cruz, dentro de iglesia de la Flagelación. Los franciscanos reconstruyeron la iglesia en la primera mitad del siglo XIX encima de las ruinas medieales, que el gobernador de Egipto Ibrahim Pascià les devolvió a los religiosos. Los fondos utilizados procedían de la primera recaudación de fondos bávara para Tierra Santa y el duque Maximilano I de Baviera los trajo a Jerusalén. La iglesia fue reestructurada en aspecto medieval entre 1927 y 1929 por el arquitecto Barluzzi, quien también realizó la basilica de la Transfiguración en el monte Tabor y la iglesia de la Agonía, situada en el monte de los Olivos. La sede de la segunda estación se destaca por el suelo hecho de losas reeutilizadas, donde notamos las huellas de las ruedas de los carros romanos. De aquí seguimos hacia la Vía Dolorosa, pasando por el arco del Ecce Homo, un arco romano de tres columnas, que tal vez remonte al año 135 después de Cristo, incluido en la misma basilica y ampliado por un balcón con dos ventanas. Según la tradición que empezó con las peregrinaciones, de aquí Poncio Pilato les presentó a Jesús a los ciudadanos de Jerusalén, diciendo justamente “Aquí está el hombre”, dándole el nombre a la basilica.
Continuando el camino hacia la puerta de Damasco, llegamos a la puerta de Damasco, y a la tercera estación, donde Jesús cayó por primera vez. El lugar está señalado por la capilla del siglo XIX que les pertenecía a los católicos armenios. Justo en la entrada del Patriarcado armenio se sitúa después la cuarta estación, donde Jesús le encuentra a su Madre. La iglesia, llamada del “Desmayo de Nuestra Señora”, es un edificio del siglo XIX construido encima de los restos de una villa romana y un templo bizantino probablemente dedicado a Sophia, la diosa de la sabiduría, tal como nos indican los mosaicos encontrados debajo del suelo. ¡Les contamos una curiosidad: los zapatos representados en el mosaico eran presentados a los peregrinos como las huellas de Jesús o María. En realidad, las sandalias eran un tema muy común en aquella época y estaban muy presentes en los vestíbulos o en las entradas, para pedirles a los invitados que se quitaran los zapatos para no ensuciar los pisos! El encuentro con Simón de Cirene, quien se hizo cargo de la cruz junto con Jesús, se realiza en un pequeño oratorio franciscano de finales del siglo XIX, construido al lado del edificio después identificado con la casa del rico Epulón (Lc 16, 14-31).
Ahora estamos frente a la parte más característica del Vía Crucis, una larga escalera dominada por arcos rampantes que sube hacia la zona del moderno bazar. La sexta estación, en la cual Verónica limpia el rostro de Jesús. Verónica es un nombre parlante, que significa “vera”, o sea “verdadero” en latín, y se le asocia la palabra griega “eikon”, o sea “imagen”. Los rasgos de Jesús quedan milagrosamente grabados en el trapo, que le recuerda muy bien a la Sábana santa, venerada en Turín, son un sujeto muy popular en los iconos ortodoxos, llamadas en este caso Mandylion o del Cristo Acheropita, (no realizado por mano humana). Subiendo un poco más llegamos al cruce entre el cardo máximo, (el eje que va del norte al sur), y el decumano, (del este al oeste), de la ciudad de Jerusalén romanizada, la Aelia Capitolina. Ésta es una zona llena de colores, ruidosa y alegre: es la sede del bazar, del mercado de la Ciudad Vieja. Entre los puestos y los vendedores, la capilla franciscana es la sede de la séptima estación en la que Jesús cae por segunda vez.
A finales de la Edad Media el Vía Crucis se terminaba aquí, pero nosotros cruzaremos el mercado y seguiremos subiendo. En la pared que está a nuestro lado leemos un grafiti muy particular: es una cruz de Malta acompañada por las letras IC XC NIKA, una abreviación que en griego significa “Jesucristo victorioso”. Ahí va la octavia estación donde Jesús se para a consolar a las mujeres de Jerusalén, (Lc 23, 28). Ahora el camino está bloqueado, y, para llegar a la novena estación, hay que volver atrás hacia el mercado y luego continuar hasta el patriarcato copto. Aquí una columna recuerda el punto en que Jesús cae por tercera vez. Cruzando un camino muy estrecho dentro del antiguo patio de la capilla de Santa Elena, (que hoy es la residencia de los monjes ortodoxos etíopes), tomamos un atajo que nos lleva directamente al Santo Sepulcro, donde se encuentran las últimas cinco estaciones.
En el sector meridional de la basilica recordamos el episodio en que Jesús es despojado de sus vestiduras, y continuando hacia la capilla del Calvario, llegamos a la undécima estación, cuando Jesús es clavado a la cruz, una condena muy humillante que los romanos les infligían a los esclavos. En el lado oriental del pasillo izquierdo un disco de plata escondido detrás del altar griego ortodoxo señala el lugar donde se levantó la cruz, la duodécima estación. Al lado derecho del altar hay un hueco en la roca, que, algunos comentan, se abrió en el momento exacto de la muerte de Jesucristo, (Mt 27, 51). La roca partida nos recuerda la subterránea capilla de Abrahán, donde Goffredo di Buglione, el comandante de los cruzados durante la conquista de Jerusalén en el año 1099, y su hermano Baldovino, primer rey de Jerusalén, habían sido enterrados. En cambio, en el altar latín se encuentra la decimotercera estación, que la tradición recuerda como la de la unción del cuerpo de Jesús. La piedra de la unción, cerca de la entrada principal de la iglesia, es una losa de mármol rosado, y sobre ella están colgadas ocho linternas, que les representan a las ocho religiones que veneran la reliquia.
Para llegar a la estación final, el sepulcro de Cristo, hay que pasar a su lado, continuando hacia el edículo del Santo Sepulcro, en medio de la rotonda del Anastasis, construida por Constantino, la rotonda de la Resurrección. El edículo es un templete del año 1810 formado por la capilla del Ángel y por la verdadera cámara funeraria. La construcción original, representada en los sarcófagos de los primeros cristianos, tenía que ser un torreón abierto y vacío, mientras que el aspecto actual nos muestra un antiguo cementerio judío. Dentro del vestíbulo, hay un pedestal en la parte de la arriba, que nos muestra un pedazo de la piedra redonda que tenía que cerrar el verdadero sepulcro. A través de una puertita, llegamos al final a la morgue, donde se conserva la piedra sobre la cual se le colocó al cuerpo de Jesús. Aquí se termina el Vía Crucis, y empieza un nuevo camino de fe: faltan tres días para la Resurrección. Faltan tres días para celebrar la fiesta de Pascuas.